Juanma Moreno reaparece, no entre cenizas ni junto a brigadistas exhaustos, sino en el burladero de una plaza de toros, escoltado por sonrisas cómplices. Mientras en Andalucía ardían Tarifa, Zahara, la Mezquita de Córdoba o las ruinas de Itálica, él se encontraba de vacaciones. Cuando vuelve, no es para visitar a las y los vecinos desalojados, ni para mirar a la cara a las y los bomberos forestales que se juegan la vida. Es para presenciar la liturgia cruel del maltrato animal, para hacerse la foto que decía rechazar. La paradoja es tan brutal que ni siquiera hace falta exagerarla: el presidente ausente reaparece donde la sangre es espectáculo.
Un gobernante ausente es una contradicción: quiere la obediencia pero rehúye la responsabilidad. El fuego no es un fenómeno natural sin más, es también metáfora de la descomposición de lo público, de la falta de previsión, de los recortes y de la negligencia institucional. Los incendios, como decía Walter Benjamin del fascismo, no son una excepción en el sistema, sino su resultado normalizado.
Moreno se justifica diciendo que no es "partidario de hacerse la foto". Pero la foto que evita junto a los bosques arrasados es la misma que busca en la plaza de toros. La política del espectáculo es selectiva: desaparece en la catástrofe social y aparece en la catástrofe ritualizada. Prefiere las gradas donde se aplaude el derramamiento de sangre animal, a los montes donde el silencio de los árboles calcinados revela la muerte de todo un ecosistema. Ahí no hay aplauso, ni vítores,, ni mucho menos cámara amiga.
No es solo un problema moral, sino ontológico: ¿qué significa gobernar? ¿Se gobierna desde la distancia, entre cócteles y fiestas, o desde el barro, junto a quienes pierden su casa y su sustento? La tradición republicana, de Rousseau a Hannah Arendt, defendió que la política solo tiene sentido como cuidado de lo común. Lo contrario es la impostura: usar la representación institucional como coartada para el privilegio.
Andalucía arde. Y cuando un territorio se quema, no es solo la naturaleza lo que se destruye, es la confianza en la comunidad política, que muestra su verdadera cara. Moreno se convierte en espectador de sí mismo, un figurante de feria que renuncia al papel central que el pueblo le exige. El incendio lo desenmascara: su verdadera lealtad no es con la ciudadanía andaluza, sino con la oligarquía del ocio, la élite y la mafia mediática que lo protege.
La fotografía en la plaza, sonriendo mientras la tierra arde, no es un descuido. Es una declaración de principios: los andaluces y andaluzas pueden extinguirse, igual que los toros, siempre que el palco siga intacto.
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